Andrés Elías Flórez Brum
LA FLOR ETERNA DE PLATERO Y
YO
¡Cuánto nos vale! ¿Cuánto
nos vale y
cuánto nos ganamos si
leemos un clásico?
Un clásico universal es Platero
y yo,
del español Juan Ramón Jiménez,
un clásico de nuestra lengua.
Desde la
publicación de las primeras muestras del libro, cuando el poeta escribió unas notas
de prólogo ---que siguen siendo incluidas en las buenas
ediciones-- dijo: “suele creerse que yo
escribí Platero y yo para los niños, que
es un libro para niños”. Más adelante le advierte a los mayores que lo
lean: “Este libro, en donde la alegría y
la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para… ¡qué sé
yo para quién! … para quien escribimos
los poetas líricos… Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma.
¡Qué bien!”. Pero… acaso, Juan Ramón sabía que los niños y las niñas,
jóvenes y mayores, se iban a apropiar de
este libro. Que a pesar de su sencillez y de su colorido iba a perdurar como la
eterna flor de sus páginas.
Tiene este
libro, o tienen sus viñetas, delicadeza y dulzura. Seda y color. Como la seda que
tocamos en la falda de una niña. Como la
madera lacada. La textura de la piel de una hoja. O el viento del atardecer que
nos sacude las pestañas.
Me ha
invitado a Cartagena de Indias, el
escritor Jocé Daniels, a una tertulia sobre Platero
y yo (motivo del Parlamento de escritores del Caribe este año). Ahora que
esta obra cumple un centenario de su nacimiento (1914). Y uno que siempre tiene
alma de niño, como si aún estuviese en la edad de oro, lo relee con un apetito
voraz, con el encanto y la pasión de una primavera en enero. Vale aclarar que
cuando fuimos niños no lo tuvimos en casa, pues no teníamos libros… ¡Qué lástima! Aunque, ¿Por qué escuela no ha pasado Platero y yo?
Sin
embargo, este libro apareció en el pregrado de filología entre las
obras que nos recomendaron. Hoy, en la relectura, he vuelto a jugar con los
elementos cromáticos de Platero. Con
las motas de su piel de algodón, con la dureza marfil de sus grandes
dientes y con todos los colores que brillan y ven cuando van por el
camino –el poeta y Platero--. Como si
uno, en compañía, tuviera ahora enredado en los dedos, el arco iris. Como si ahora el lector se
rodease de párvulos y les explicara a buen
tono que las palabras en nuestro idioma español nacen algunas, muchas, por
derivación: ¡Platero!, ¡Platerón!, ¡Platerillo!, ¡Platerete! ¡Platerucho!, dice La niña chica al ver a Platero, como si ella supiera que
todas son derivadas del nombre del asno por su color plata.
Este libro,
en esta época, en que los jóvenes no leen en las hojas, sino en pantallas
táctiles, fácilmente se podría proyectar
una de estas viñetas en nueve o catorce puntos para que aparezca como el fondo de los
íconos de la primera ventana:
LA FLOR DEL CAMINO
¡Qué
Pura, Platero, y qué bella esta flor del camino!
Pasan
a su lado todos los tropeles ---los
toros, las
cabras,
los potros, los hombres ---, y ella, tan tierna
y
tan débil, sigue enhiesta, malva y fina, en su
vallado
solo sin contaminarse de impureza
alguna.
Cada
día, cuando, al empezar la cuesta, tomamos
el
atajo, tú la has visto en su puesto verde. Ya tiene
a su lado un pajarillo, que se levanta ---¿por
qué?---
al
acercarnos; o está llena, cual una breve copa, del
agua
clara de una nube de verano; ya consiente el
robo
de una abeja o el voluble adorno de una
mariposa.
Esta
flor vivirá pocos días, Platero, aunque su recuerdo podrá ser eterno…
¿Qué
podríamos decir de esta página si jugáramos a hacer una clase de Español y Literatura?
Que la
primera frase es una frase exclamativa… Y que en ese primer párrafo toda la
carga semántica recae en flor. Los
elementos, ---toros, cabras, potros, hombres--- giran o se mueven alrededor de
un núcleo central que es la flor. De entrada, el poeta invoca o llama a Platero
para que advierta que en el camino aparece radiante una flor. Es una
descripción en movimiento. Con un entorno voluble y tangible y un símil o una comparación con la naturaleza y la vida.
En la
postal, mientras pasa el tropel, la flor florece y la visitan una abeja que le
roba el néctar y una mariposa que la adorna, un pajarillo que se posa y vuela
de sus ramas. Pero en el pensamiento del poeta la flor se eterniza en la
primavera y en la vida como algo paradójico: lo efímero y lo eterno, el
universo y la vida.
Cuando armamos
el retablo de Platero
y yo nos tropezamos con el puerto de Moguer. En las mañanas y al anochecer
y, sobretodo, en el atardecer, cuando el poeta, vestido de negro, sale a
caminar montado en su burrito. Pasan los
dos, el poeta y el burro, entre labradores y caminantes. Lo acolitan y lo
acompañan y lo aplauden los niños que se entretienen con Platero. Una cabra y Diana,
la perra, y otras cosas que van apareciendo por la vera del camino. De esta manera Juan Ramón Jiménez nos presenta unos
cuadros de Moguer que universaliza en las postales.
El canto
del poeta que habla con su burro se inmortaliza en las delicadas estampas de
vida y ensueño al deambular por el entorno del pueblo, en un ir y venir en esta
serenata de amistad y encuentro con lo bello. Hay en su vaivén carboneros y
gitanos, niños pobres y niños de la casa. Un loco y un cura. Darbón, el médico
de Platero, Diana, la perra, y una cabra y la cotidianidad de la vida en
Moguer. “¡Qué ilusión, esta noche, la de
los niños, Platero! No era posible acostarlos”.
El poeta
reconoce que en Platero y yo el canto
al pueblo de Moguer lo eleva a lo
universal. En los elementos que describe encontramos las cosas que el hombre hace: la azotea, la
verja, el aljibe, la carretilla, el pozo, el castillo, el molino, la torre… Los
seres que tropieza: la mariposa, el loco, las golondrinas, el potro, el niño,
el loro, el perro, el canario, los gallos, el toro… Y, además, elementos de la
naturaleza: el árbol, el río, el camino, el arroyo, la colina… A éstos y otros
espacios con lo atmosférico del tiempo y la vida de Platero --aparición y
muerte-- el escritor crea la historia de este burro en su compañía, como si
fuesen una pareja de amantes: “Mira, Platero, este árbol que, verde y
susurrante, cobijó, no hace un mes aún, nuestra siesta”.
Se
recuerda que a Juan Ramón Jiménez siempre lo hemos relacionado entre los poetas
modernistas. Para el poeta, el
modernismo era una actitud. Un gran movimiento de entusiasmo y de libertad
hacia la belleza. “El modernismo --dijo-- no fue solamente una tendencia literaria:
el modernismo fue una tendencia general”. Considera, entonces, que el
modernismo fue un movimiento envolvente que tiene sus inicios a finales del
siglo XIX y principios del XX y que en su conjunto abarca el parnasianismo,
simbolismo, dadaísmo, cubismo, Impresionismo… “Todo cae dentro del modernismo porque todo es expresión en busca de
algo nuevo hacia el futuro”. Y menciona a los integrantes de la generación
del 98 como los españoles más sobresalientes: Unamuno, Valle Inclán, Azorín,
Machado, Pío Baroja, Ortega y Gasset. Con los integrantes de esta generación se
codeó desde que tenía 17 o 18 años. Más tarde, en España, conoce
a Rubén Darío y con él se entera de la existencia de Guillermo Valencia, José
Martí, José Asunción Silva y Leopoldo Lugones.
En la
catedra que dictó en la universidad de San Juan de Puerto Rico menciona a los
españoles de nuevo y a los
hispanoamericanos Rubén Darío, Silva y Martí como los pilares de esta
tendencia. Y en sus clases reconoce de
alguna manera que: “Hasta el modernismo
casi sólo podría hablarse de literatura española, ya fuese escrita dentro o
fuera de la Península; a partir de él la realidad es otra: surge la literatura
hispánica, con divergencias saludables, pero también con integración genuina”.
Se podría
reafirmar, sin lugar a equívocos, que
Juan Ramón Jiménez perteneció en su quehacer poético al modernismo. Y que aprendió
de la Generación del 98, pasó por la Generación del 14 (Ramón Pérez de Ayala,
Gabriel Miró, Gustavo Pittaluga, Manuel Azaña, Gregorio Marañón…) e influyó
directamente en la Generación del 27 (Pedro
Salinas, Jorge Guillén, Federico García Lorca, Rafael Alberti…).
Que todo
estudioso de la poesía hispanoamericana debe pasar por los poemas de Juan Ramón y que la manera más conveniente
de llegar a los libros de este maestro es empezar por las sencillas y poéticas páginas de Platero y yo.
La
sencillez y lo lírico del tema y del lenguaje, lleno de colorido y ternura, hacen de esta obra un juego con las palabras como si se estuviera adornando un pesebre de animales, niños y flores. ¡La naturaleza se crece y Platero se ha
humanizado en ese diálogo íntimo con el poeta!
En Platero y yo, se reitera, todo es color y movimiento, sonido y canto,
alba y libertad: “La mañana era clara,
pura, traspasada de azul. Caía del pinar vecino un leve concierto de trinos
exaltados, que venía y se alejaba,”. El poeta y Platero van y vienen, como
si, por la puerta del corral, salieran y vinieran de la huerta más próxima.
Las ciento
treinta y ocho estampas de las doscientas ochenta y siete páginas están
escritas en prosa. En prosa poética. Llevan en su seno un inconfundible
lirismo. Acaso, Platero y yo, las más
puras viñetas del modernismo.
En la red es
fácil encontrar colgado este clásico de la literatura nuestra. Allí
están estas ideas también incluidas en el prólogo del autor: “Yo nunca he escrito ni escribiré nada para
niños, porque creo que el niño puede leer los libros que lee el hombre”…
Es Platero y yo, por hoy y por siempre, el libro más leído y más conocido de Juan
Ramón Jiménez, premio nobel de literatura de 1956. Acaso, más que Piedra y cielo y que sus lecciones y opiniones sobre el modernismo. Pues con Platero y yo juegan y cantan los niños
Y los mayores se entretienen en una tarde de enero.
¡Qué
suerte, tener en el canon de la literatura del idioma español un libro como Platero
y yo!
Esta flor, Platero, podrá ser eterna.
BIBLIOGRAFÍA
·
JIMÉNEZ,
Juan Ramón. Platero y yo, Club Bruguera.
Barcelona-España (1980).
·
JIMÉNEZ,
Juan Ramón. El modernismo, notas de un curso (1953). Aguilar-Madrid-México
(1962).
·
SAINZ
DE ROBLES, Federico Carlos. Diccionario de la
literatura: Términos, Conceptos Ismos literarios. Aguilar S A de ediciones (1972).
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