lunes, 13 de abril de 2009

Poema

LA RECETA DE HOY
Lina Luz Pardo Olaya
(Del libro "Poesía tatuada en la piel")

La cocina espera por mí
para hacer contigo mi mejor receta.
He adobado tu piel, con dulces fragancias a naranja,
le puse la sazón de mis manos
y a los olivos le extraje su opulento aceite,
para que el roce sea fluido, suave, armonioso.
Ahora tras mezclar y entremezclar,
han quedado residuos en mis uñas.
Se me quedó empotrado algo de ti,
así que lameré uno a uno mis dedos,
para que tu amor no solo se me entre por tus besos,
tus caricias y tu sexo.
El vino…
El vino lo caté en tu sonrisa
que me dejó un halo de entrega total,
de una cosecha que hoy ya no existe,
que me ebria y me endulza
la última libido de mi pudor.
Todo está dispuesto,
te cociné a la temperatura total de mi cuerpo,
de mi vientre.
probé y supe que mi plato era perfecto;
exquisito… para repetir.

Crónica

CALARCÁ DE RECUERDOS
BEATRIZ EUGENIA GALLEGO GIRALDO

Calarcá con la ilusión de convertirse en ciudad, ha querido cambiar su parque, sus viviendas, sus calles, su entorno; pero en mi mente vive la Calarcá de los años ochenta, donde las familias de cualquier nivel social vivían en casas de bahareque revocadas con boñiga de caballo, o en el mejor de los casos con cemento. Viviendas de amplios corredores, techos de teja, cielorasos carcomidos por el comején, pisos de madera encerados a mano, brillantes como espejos, a punta de medias veladas, que servían a los niños como deslizadores. Hacíamos de este oficio una diversión. El patio era un solar de tierra inmenso, todo un parque de juegos construido a pulso, con columpios, burros de guadua, casitas de madera, cancha de fútbol, de baloncesto. Lo mejor de todo, no necesitábamos dinero, éramos jóvenes creativos, libres, con una actitud positiva ante la vida, jóvenes que nos conformábamos con tenis croydon y zapatillas grulla compradas en el almacén de los Ariza.
Toda la ciudad me habla de mi adolescencia recorrida al igual que todas las jovencitas por la concurrida carrera 25 ó calle real. Era un desfile que se iniciaba en el hospital “La Misericordia”, en la calle 43, y terminaba en la iglesia de “Cristo Rey”. El hospital se convirtió por fuerza de las nuevas leyes en un centro de salud casi condenado a desaparecer. Yo vivía a media cuadra con el fantasma de la muerte muy cerca, enterándome de los accidentes y muertos de cada día. Salía siempre de mi casa hacia la cancha de baloncesto, en un costado del hospital. Era mi refugio en los momentos que deseaba estar sola; allí al lado de la cancha estaba el anfiteatro llamado por todos la pieza del olvido, lugar que infligía un miedo que helaba los huesos, pero que generaba la curiosidad de una adolescente. La muerte siempre ha sido para mí sinónimo de tristeza y olvido, quizás porque a aquel anfiteatro sólo llevaban los muertos que no tenían dolientes. Ese pequeño cuarto oscuro con una plancha de cemento en el centro, frío, lúgubre, despertaba mi curiosidad. Casi como un autómata me dirigía a aquella puerta verde oscura y me las ingeniaba para observar por una hendija como un voyerista. No era, claro, una escena que me excitara sexualmente, sino que me situaba en la más triste de las realidades. O quizás pienso ahora: lo mejor que le puede suceder a todo ser humano es el descanso eterno. Alguna vez leí un pasaje bíblico que nunca olvido: habla ahora que estas vivo, porque cuando estés en el sepulcro ya nadie te escuchará. La capilla del hospital donde asistía a misa se derrumbó con el terremoto; jamás fue reconstruida. Digamos que fue una muerte súbita, no tan lenta como la del hospital.
Vuelvo al desfile de la carrera 25, el que se hacía más interesante cuando se llegaba a las primeras tabernas: “Rancho Viejo” y “Leña Verde” en los bajos del Club Quindío. Pero nada era más tensionante que pasar por “La Colina” - ¿bar, cafetería?, nunca lo he podido descifrar-donde se paraban todos los jóvenes de Calarcá: estudiantes, desempleados, comerciantes. “La Colina” aún existe, pero muchos de estos jóvenes han muerto, unos por enfermedad, otros en accidentes o asesinados y los demás tuvieron que viajar a otras ciudades o países a buscar un mejor futuro. Eran mis amigos. Cuando observo el establecimiento desde el balcón de mi apartamento, aparecen todos ellos. Pienso que sus espíritus están ahí para coquetearme como antes; pero no, ahora sólo hay viejos morbosos que se ubican allí para piropear jovencitas y chismosear, calificativo que siempre se suele atribuir a las mujeres, aunque en los hombres no es infrecuente.
El Parque de Bolívar era como el de todo pueblo, lleno de árboles, el Libertador en el centro, la baldosa de colores, permanecía habitado por ancianos, por lo que obtuvo el rótulo del parque de las pájaros caídos. Ahora lo remodelaron dándole a Calarcá un aspecto de ciudad que no entienden algunos ciudadanos dedicados a criticar. No cabe duda, seguimos siendo pueblerinos; hay varios bolardos destruidos, los granos de café resquebrajados por el paso de vehículos pesados y los mismos pájaros caídos sentados en los escaños. Nada cambia. O mejor, todo da un aparente giro, pero de 360 grados. Quedamos en lo mismo: elecciones, malas administraciones, desempleo, etc.
Continuando 25 abajo estaban otros sitios conocidos: “El Paraíso”, “El Tonel”, “Tayrona”, “Valentino” y “Xanadú”, de Guillermo González, la mejor discoteca de esos tiempos, donde ocurrían toda clase de escándalos nocturnos que en compañía de mi prima Gloria Botero observábamos y disfrutábamos desde la ventana de la casa de mi tía abuela Lolita, ubicada al frente.
El recorrido no era sólo de los vivos, también de los muertos. El carro fúnebre iba lentamente por la calle real obligando a apagar la música de todos los sitios de diversión, mientras las parejas salían de sus devaneos a observar el paso del cortejo y hasta alguna lágrima rodaba por sus rostros. Hoy, es el mismo desfile por la misma vía, pero estos sitios ya no existen. Ahora hay un caos total: vendedores ambulantes, espacio público ocupado por artesanos, cacharrerías con música estridente, indigentes, desplazados, rifas de mercados, carros y mil chucherías más. En medio de este manicomio desfila el carro fúnebre. A nadie le importa quién es el muerto; ni si murió de muerte natural, lo asesinaron o se suicidó. Nos volvimos insensibles; será porque todos llevamos una cruz y una lápida pegadas a la espalda, listas para ponerlas en uso en cualquier momento.
Vivo en Calarcá. La observo día a día. Hice parte de sus fiestas y sus reinados. Ceñí la corona de las entidades cívicas en 1980, título que me permitió participar en el concurso de señorita Calarcá ese mismo año. Cómo olvidar los desfiles que organizaban los hijos de Lucelly García de Montoya, Carlos Augusto –Paúto- y Maria Luz –Malusa-. Ellos en compañía de Jorge Hernán Caro, convertían la casa de la cultura en todo un escenario de belleza y moda.
Calarcá es parte de mi sombra, de mi otro yo, basta alejarme para querer volver.
Noviembre 30 de 2007

Antonio Prada Fortul

El rey Batata
En San Basilio de Palenque hermosa población del caribe, nació en un lejano Julio de 1.822, Luis Carlos Salgado, descendiente de famosos tamboreros. Todos lo conocían con el apodo de “Batata”, pertenecía a un grupo clanil ungido por Changó, para que interpretaran el mágico arte de la percusión. Los ancianos del pueblo decían que los miembros de esa familia escogida por los Orishas, eran tamboreros jurados y corría por su sangre la herencia Changó. ¡Kabiesile cabo!
Un antecesor de esa familia de iniciados en la percusión acompañó al rey Benkos Biohó en sus expediciones bélicas, inflamando con la magia de su tambor, el corazón guerrero de esos africanos dispuestos a pelear hasta triunfar o morir en defensa de su libertad. También afirmaban que cada “Batata” moría cuando uno de sus descendientes, cualquiera de ellos, lograra dominar los elementos y comunicarse con los dioses ancestrales con el hechizante sonido de la percusión.En ese momento quedaba debidamente asegurada la sucesión. Cuando falleció su padre, Luis Carlos ejerció las funciones de tamborero de San Basilio de Palenque. Toda celebración, era amenizada con el mágico toque de los tambores de “Batata” cuya fama rebasaba el ámbito de esa región.
Como todos los miembros de ese linaje mágico, Luis Carlos Salgado, aprendió a comunicarse a traves de más del centenar de sonidos mántricos del tambor, con los entes del Oriente Eterno, llamados Eggún por sus abuelos africanos. Cierta ocasión en Pasacaballos, población cercana a Cartagena, un tamborero local llamado Mamerto Ahumedo en el frenesí de una monumental parranda en la gallera, envió reto público a “Batata” para un enfrentamiento percusivo. Convencido del triunfo, anunciaba en su desafío que el perdedor pagaba la parranda. Batata que en esos momentos se encontraba en su natal san Basilio de Palenque con varios amigos tomando ron artesanal de trapiches criollos, sintió algo en su interior y con la premonición de los percusionistas ungidos por Changó que es el dueño de los tambores dijo: “Alguien quiere meterse conmigo”.
Al dia siguiente llegaron los galleros palenqueros que pelearon sus aves en Pasacaballos quienes le comunicaron a “Batata”, el reto lanzado desde la gallera por Mamerto Ahumedo. Este respondiendo el desafío le mandó a avisar que dispusiera todo para el domingo a las diez de la mañana. Conocía al retador y sabía que era un buen tamborero, dudaba que este pudiera ganarle en un pique. Hubo mucha expectación por el desafío. El domingo siguiente cuando clareaba en San Basilio de Palenque, salió la delegación encabezada por Batata, lo acompañaban amigos y familiares dispuestos a parrandear en el poblado vecino hasta el día siguiente. Iban orondos montados en sus burros. Batata tenía el tambor entre sus piernas y le hablaba con su voz arronada y serena, acariciándolo delicadamente.
Tenía los ojos cerrados y de sus labios salía una especie de teoglosia, era como una oración en lenguas que utilizaba para estimular al tambor. Ese secreto lo había aprendido de su padre y Batata se lo había enseñado a su pequeño hijo de diez años el cual interpretaba el tambor a la perfección. Era un secreto que se transmitía de generación en generación. Decía Batata a sus acompañantes, que “nunca el tamborero ejecuta los toques, es lo contrario: “El Tambor se apodera de la persona y lo hace tocar”. Los africanos que llegaron a Palenque con Benkos Biohó, decían que Changó llamado por los congos Baco só o Tata Nfumbe es el dueño de los tambores. En Africa, narraba Batata, existen unos tambores llamados Batá, son elementos de percusión utilizados ceremonialmente para llamar a los Orishas. Para efectos rituales solo se tocan de día, porque de noche,”no hablan”. Esos tres batá cuyos nombres son Iyá, Okóncolo e Itotelé, conocido también como Omelé u Omelenko, son sagrados; existen en ese continente, los tambores Djembí, y otros de uso ceremonial. Hay otro tipo que se utilizan en ceremoniales secretos, los que no puedo decir el nombre, porque ustedes no son tamboreros. Hablaron durante todo el trayecto, hasta llegar a Gambote donde esperaban tres embarcaciones con palenqueros residentes en ese pueblo quienes iban a acompañar al percusionista ungido por Changó. Batata y sus acompañantes se embarcaron en las pangas y salieron raudos para pasacaballos. Batata era apreciado y reconocido por toda esa región. La comitiva llegó a las nueve de la mañana. Mamerto lo esperaba en el embarcadero. Cuando llega el bote, se abrazaron amistosamente los contendores. Ellos mas que competidores eran amigos y se respetaban mutuamente, aunque Batata era mayor que Mamerto, los especialistas consideraban que tocaban igual. En el lugar del ágape, se asaban dos reses y tres enormes ollas hervían pletóricas de costillas, mondongo y ubre salada, “por comida no iban a padecer”, decía uno de los cocineros mientras le daba vueltas al enorme sancocho. No había dinero de por medio en la competencia percusiva, solo el prestigio que le esperaba al ganador era el aliciente para los entusiastas contendientes.
En el centro de la plaza hicieron un círculo de cal de diez metros de diámetro en el que solo podían estar los competidores y el jurado conformado por tamboreros como el “Pompi” Tovar de la Boquilla, Luis Salcedo, de Repelón, Gil Vizcaíno, de San Cristóbal, Daniel Cáceres y Pascual Miranda Salgado de Palenque. Estaban frente a frente los contendores. Tiraron una moneda y le tocó primero a Mamerto agarrar el tambor. Lo acarició con sapiencia, se sentó en el centro del redondel, acarició los lados a su tambor, probó su temple y colocándoselo en las piernas inició su toque que empezó con una nota monocorde que fue variando y enriqueciendo en la medida en que el ritmo se hacía mas frenético y armonioso.Fue una interpretación magistral, los jurados pensaron que iba a ser difícil para el tamborero de palenque igualar esa brillante ejecución. El aplauso fue atronador. Después de esa demostración no había dudas sobre el vencedor.
Cuando le tocó el turno a Batata, se sentó en el centro del redondel, colocó el tambor en el suelo y lo hizo girar con fuerza hacia la derecha, cuando dejó su giro vertiginoso se ubicó en el sitio que apuntaba el tambor, lo colocó entre sus piernas con toda la calma, acarició sus costados, le habló en africano, colocó las manos en su pecho, frente y después las puso en el parche de cuero con mucha suavidad y elevando la mirada al infinito, empezó su toque.
Duró cuarenta minutos su interpretación, en ese lapso, las aves que surcaban el cielo, detuvieron su vuelo y se posaron en los techos de las casas cautivadas por el sonido melodioso y mágico que salía de ese tambor, casi sin proponérselo, la mayoría de los presentes terminó bailando con frenesí y sin poder contenerse al compás del mágico sonido del tambor encantado de Batata.
Todos los jurados a excepción de Daniel Cáceres y Pascual Miranda conocedores de estas cosas, se sumaron al frenesí vertiginoso ocasionado por la trama mélica de los tambores de Batata.En uno de sus ceremoniales ensimismamientos gritó con fuerza el famoso tamborero:!Llueve!... de inmediato un menudo sereno empapó a los presentes que bailaban sin parar; cuando Batata gritó :!Escampa! Cesó la llovizna. Cambiando la entonación del toque, hizo que los perros del pueblo amontonados en una extraña jauría, empezaran a aullar desde las bocacalles de la plaza, después con otro toque los aplacó e hizo cantar a los gallos en los corrales. Al ejecutar otro tipo de toque callaron los gallos y una fuerte brisa empezó a soplar en el pueblo la cual cesó cuando tocó tres veces una misma nota haciendo resbalar uno de sus dedos por los cueros del tambor. El pueblo estaba maravillado por todo lo que acababan de ver.Era algo irreal, fantástico, mucho más de lo podían esperar de un percusionista. Sin darse cuenta empezaron a aplaudir hasta el frenesí, saludando el triunfo del gran Batata que, había ratificado su condición de tamborero sagrado. Los espontáneos lo cargaron en hombros y lo llevaron al sitio de la celebración, donde empezó a sonar la música y se destaparon botellas de ron y cerveza. La cuenta la iban a pagar los habitantes de ese hermoso y alegre pueblo. Las mujeres presentes en la batahola, entusiasmadas, alborozadas y alegres empezaron a bailar, animando la parranda. Mamerto reconoció a Batata como vencedor y alabó la maestría del tamborero. La monumental e inolvidable fiesta duró hasta el dia siguiente por la tarde, cuando los triunfadores palenqueros iniciaron su regreso a San Basilio de Palenque. La noticia se regó Cartagena y en el archipiélago de islas que la circundan, sabían que batata había derrotado a Mamerto en una competencia de tambor. El percusionista derrotado duró una temporada en Palenque aprendiendo de los tamboreros de esa población. Cuando estos consideraron que le habían enseñado lo que este podía aprender, se devolvió Mamerto a Pasacaballos. En ese lugar y en todos los lugares aledaños, iba a “mandar como percusionista.
En toda celebración que se hacía estaba Mamerto, iba a todos los toques, cuando tenía alguna duda, iba a Palenque a consultar con Batata de quien decían que Changó le otorgó el poder en los palmares del arroyo de Palenque. Tanta era la sapiencia del tamborero de los dioses, que con su toque encantado, espantaba los espíritus malos que llegaban a perturbar. Su toque mágico, atraía entidades divinas que bendecían los lugares donde la suerte y fortuna eran adversas. Los tamboreros más famosos del continente africano, reconocían en Batata, al más destacado entre los percusionistas hijos de Changó, iniciados por este Orisha en ese conocimiento. Batata sin lugar a dudas, era el rey de los tambores.

sábado, 31 de enero de 2009

Cuento

LA GORDITA DEL TROPICANA
Por Antonio Mora Vélez

Por los tiempos en que las heladerías no abundaban en la ciudad, el callejón del mercado era un lugar casi obligado para disfrutar un buen refresco de zapote o níspero con leche o de Milo, que era mi preferido. Enfrente de las refresquerías quedaba una fonda en la que a veces tomaba los alimentos y detrás de ella, entrando por la carrera segunda, estaba el coliseo de boxeo en donde vi pelear a los colombianos Kid Pérez y Luis Carlos Cassarán contra un chileno de apellido Cartens.
Ese era mi mundo de entonces. Mi mamá tenía una colmena de abarrotes en ese mercado y yo pasaba la mayor parte de mi tiempo libre en ese sector. Me hice amigo de un fresquero de apellido Cuavas, quien me pagaba con un Milo diario la picada del hielo, tarea que realizaba con gusto mientras escuchaba los partidos de la pelota profesional y los programas deportivos que lo comentaban y también los merecumbés de la orquesta de Pacho Galán, que estaban de moda.
En esta mesa de refrescos del callejón del mercado hablé por primera vez con la mujer de este cuento. Era joven, gordita y agraciada. Yo la había visto salir del Pasaje Felipe, más exactamente de la choza de palma de la entrada, pero no la saludaba porque era, como decía mi mamá, una mujer de la vida y yo suponía que eso le daba una ventaja de experiencias sobre mí que estaba apenas por los quince años. Esa tarde se sentó a mi lado en una de las bancas de la refresquería de Cuavas y me dijo: Hola, ¿como estás? Yo le contesté que bien y conversamos un poco sobre su trabajo de mesera en el Tropicana y los estudios míos de bachillerato en el Liceo. Una vez agotó el vaso metálico de su refresco se despidió sonriente y se marchó. El señor Cuavas, que había seguido el hilo de la conversación mientras enjuagaba unos vasos, me dijo: Esa muchacha quiere acostarse contigo, todo ese cuento del Tropicana fue para que supieras el lugar y el horario de su trabajo. Visítala y te la traes para el Hotel Mogador, yo te presto para la habitación si no tienes.
Durante los días siguientes los demás inquilinos del pasaje vieron cómo la gordita del Tropicana salía de su cuarto y pasaba delante de la puerta de mi pieza siempre que yo me sentaba en una mecedora a leer, y lo hacía con el pretexto de guindar una ropa en el alambre o de entrar al baño del patio o de recoger agua de la pluma, y siempre con una falda transparente para que yo le viera sus encantos y me guiñaba el ojo y me sonreía, como diciéndome: Ajá y ¿cuándo vas a ir por mí? El Chato –uno de mis amigos—se dio cuenta de la actitud seductora de la gordita y me dijo: Huy hermano, le cuento que esa pelada no quiere con nadie aquí en el pasaje y está botada por usted. Obviamente, mi mamá también se dio cuenta y me advirtió: Cuidado te vas a enredar con esa mesera porque te puede pegar una mala enfermedad.
El viernes de la siguiente semana fui con mis amigos del liceo, Jorge Barrera y Pepe Buelvas, a tomarnos un par de cervezas en el Tropicana. Yo sabía que me iba a encontrar con la gordita del pasaje pero ellos no porque no la conocían. Por eso se sorprendieron cuando vieron cómo la atractiva mesera de color claro y cabellos lisos me saludaba con una efusividad inusual y más cuando les dijo que las cervezas que yo consumiera las pagaba ella.
--¡Usted se acuesta esta noche con esta mujer de lo que no hay duda!—dijo Pepe. Jorge asintió y pidió que brindáramos por ese polvo, lo cual hicimos. Y empezaron entonces a hablarme de las técnicas de excitación, del manejo del ritmo, de las posiciones, de poner el pensamiento en otra parte y de las frenadas en seco para evitar la eyaculación prematura y de otras prácticas sexuales más que ellos sabían de sobra porque eran mayores.
Cada vez que la gordita llegaba con su toallita para secarnos la mesa y recoger las botellas vacías, Pepe y Jorge no hacían sino mirarle el trasero despampanante y las piernas, que se le veían casi todas por la minifalda que usaba. Y sonreír embelesados y decirme: Que envidia, flaco, pensar que tú vas a entrar esta noche en ese paraíso. Y yo no hacía sino pensar en cómo iría a domar a esa potra desbocada en la cama, yo, pobre y desmirriado mortal sin experiencias que apenas conocía la vagina de una mujer en las láminas de la revista Luz.
--Bueno y ¿cómo hago para irme con ella?—pregunté cuando ya habíamos consumido cuatro cervezas cada uno.
--Tienes que ir al mostrador y decirle al cantinero que vas a pagar la multa por las dos horas que le faltan por trabajar a tu amiga—me dijo Jorge y le hizo señas a la gordita para que llegara a la mesa con la cuenta.
--Lo demás ya te lo hemos explicado y lo que no, ella se encargará de explicártelo—agregó Pepe.
Y así lo hice. Pagué al cantinero la multa y mi gordita y yo salimos a los pocos minutos del bar con rumbo al pasaje. Pepe y Jorge nos acompañaron hasta la esquina de la calle 37 con avenida primera. Y solo se fueron en sus bicicletas cuando desde esa esquina nos vieron entrar en el rancho de palma y bahareque de nuestro destino.
--Aquí es mejor –me dijo ella en la puerta--. Estamos más en confianza. Además, cuando terminemos tu no tienes sino que cruzar el patio para llegar a tu casa.
La joven mesera vivía en una pieza que la ocupaba casi por completo la cama. Una mesa con vasos y cubiertos, dos sillas, un espejo de pared, una repisa con cosméticos y un baúl, completaban el mobiliario. Enseguida de la puerta que daba para el patio del pasaje había un alero de palma y debajo de él un anafe, un mesón de guaduas y sobre éste, un caldero, una olla y dos platos.
--Hasta que se me hizo—dijo, una vez quedó en interiores y se acostó en la cama. Y entonces le contemplé sus muslos que parecían de nácar y su sexo oferente y apretado que se le marcaba en su moruno de tela gloria.
--¿Cómo así? –le pregunté. Me había quitado la camisa, la franelilla y los mocasines y empezaba a quitarme los pantalones.
--Que desde hace tiempo tengo ganas de acostarme contigo, bobo-- me aclaró. Entonces me invitó con las manos y con la mirada. Y no se dijo más. Como si siguiéramos un libreto aprendido yo me subí a la cama en pantaloncillo y ella empezó a quitármelo y yo a quitarle el moruno y el sostén, hasta que quedamos completamente desnudos y empezamos el delicioso ejercicio del amor.
Hoy, después de tantos años, no sabría decirles cuanto tiempo duré cabalgando esa potranca alborotada. Lo cierto es que fue tal el esfuerzo y tanto el placer que después del segundo orgasmo me quedé dormido y desperté como a las seis de la mañana, a la hora en que las muchachas empleadas y de colegio del pasaje hacían cola en el patio para bañarse.
La gordita –de cuyo nombre no me acuerdo—no me dejó salir por la puerta de la calle sino por la del patio. Y todavía recuerdo la cara de asombro de las muchachas cuando me vieron despedirme de ella con un beso trasnochado y cruzar hacia mi pieza despelucado, con la camisa sobre los hombros y un caminado alabancioso, como si le estuviera dando la vuelta al ruedo, y en especial recuerdo la sonrisa y mirada insinuantes de una panadera de piel trigueña y cabello quieto que parecía decirme: Si ya te graduaste de hombre, flaco, mañana puedes darte una revolcada conmigo.
Montería, enero de 2009

Crónica

Anécdotas sobre el poeta Jorge Artel
Por Joce G. Daniels G.

Fue a finales de los años setenta cuando la profesora de Castellano, que había estudiado en una universidad de Bogotá, les dijo a sus estudiantes de cuarto año de bachillerato de la Escuela Normal, que consultaran la biografía del poeta Jorge Artel, e hicieran una cartelera con sus poemas, pues para esos días había escuchado por la radio y había leído en varios periódicos, que el mencionado vate andaba de bohemio por las islas del caribe y que como buen colombiano iba dejando en cada puerto un verso y en cada hotel un amor.
Esa mañana del lunes 23 de abril, cuando todas las niñas estaban sentadas con las piernas cruzadas para que no entrara ni saliera el aire y en el silencio propio de esos menestres, la profesora comenzó a llamar a cada una para que le mostraran el trabajo de la biografía. La mayoría de las zagalas se levantaron en tropel, fueron al escritorio de la maestra que, esa mañana estaba radiante y feliz, y cada una le leyó su investigación. La niña Olga Álvarez, una joven trigueña y tímida que aún tenía prendado en sus trenzas campesinas el olor de la balsamina, le mostró la cartelera en la que aparecía la foto de Jorge Artel, blanco, con bigotes, pelo liso y rubio y debajo un poema en inglés. Vestía como los militares gringos. Parte de su biografía decía que había nacido en un pueblo de Estados Unidos y de ella se habían copiado la mayoría de alumnas.
Cuando la niña Xiomara Madeleing una joven morena y alegre, de pelo encrespado, le leyó la biografía en que decía que “el poeta Jorge Artel, cuyo verdadero nombre es Agapito de Arco, nació en el barrio de Getsemaní y es el autor del libro Tambores en la Noche” y le siguió contando los pormenores de su vida con una precisión inusitada, que a la encopetada maestra, todo le pareció mentira, se llenó de rabia, cambió varias veces de color, se levantó de su silla y le grito: “Lo que usted dice no es correcto”. No solo exhibió a la pobre estudiante y le rompió el trabajo en la cara, sino que le puso el gorro de sanbenito y la sentó media hora en el patio a pleno sol, para que “aprenda a no mentir” y a Olguita, que había traído la verdadera biografía no solo, la puso como ejemplo ante sus compañeras, sino que le dio de regalo unos pollerines viejos de seda de olán, que ya la maestra no usaba.
Fue en las horas de la tarde de aquel día en que el jurado que debía escoger el mejor trabajo que se hubiera hecho acerca de un escritor, colombiano o extranjero, quedó sorprendido cuando leyó la biografía de Jorge Artel.
La profesora que tenía una lista de pergaminos y toda una aureola de buena fama, con una tesis laureada, solo se atrevió a decir que ella pensaba que ese escritor de quien la gente tanto hablaba, a quien los periodistas y locutores le leían sus poemas cada día, era extranjero, pero especialmente norteamericano. Jamás supuse, dijo cuando la despidieron de la institución, que de esta ciudad pudiese salir un escritor tan bueno, pues muchos de sus poemas me los se de memoria dijo.
En todo caso, las anécdotas que antiguamente fueron el fundamento de la Historia, que era el vaso sagrado en donde bebían las historiografías, que era el cáliz de la información, aún en nuestros días siguen teniendo vigencia. Pues hace pocos días me encontré con la protagonista de aquella anécdota y me dijo que ella al no encontrar en ningún libro de castellano ni de literatura colombiana la biografía de Jorge Artel, el poeta más importante y más famoso de Colombia en el siglo XX, no solo se sorprendió, sino que inventó de rabia la biografía. Con unos amigos fuimos cogiendo un poquito de algunos escritores hasta que hicimos la biografía. No era una trampa, sino un llamado para que aparecieran nuestros escritores en los libros de Literatura. “Y a pesar de todo, me dijo, aún en los libros, los escritores de esta parte no están”.

Poemas de Beatriz Eugenia Gallego


INSOMNIO EN ALTO GRADO
betty_gagi@hotmail.com

Este insomnio
Me pretende,
Es el amante más fiel.
Me circunda de imágenes,
- Balbuceos pronunciados por demonios -
Que se aferran a la carne.
Este insomnio es un Lázaro
Resucitado varias veces
Para robar mí sueño.
Este insomnio
Es el verdugo
De mí conciencia
Antes de morir.

ALFARERO

Barro moldeado soy
Tocan la puerta
No abro, soy barro
Nada se me permite
Soy barro.
Un día abrió la puerta era
Eva.
La carne es barro
Que no soportó el híbrido
Entre mujer, serpiente y fruta.
El barro, materia que tomó vida y se hizo carne.

Descifro:

Serpiente: veneno.
Fruta: pecado.
Mujer: carne entre mi carne.
Destierro: infierno entre Caín y Abel.
Barro en tus manos, gloria, paraíso.
Por tí Eva, barro fui y
En barro me convertiré.


SENÍL
De ancianos ni hablar
Nadie nos escucha
Nuestros temas son repetitivos
Ignorados y la última sílaba
De cada palabra levita en el viento,
Único compañero de nuestra
Soledad.

De ancianos marchamos volteando
Espejos, son amigos que ya no nos
Reconocen.

Nuestros caminos son trochas de
Huellas distantes.
Hacia cruces blancas
De ancianos tenemos miedo al día,
La noche, ya no burlamos a la muerte
Y el Parkinson derrama la última
Copa que no pude beber contigo.

ENCUENTRO

Soñé que penetrabas en mi casa útero.
Ella humedad, ardiente te recibía
Germinando orgasmos
Permanecías en ese cuarto de
Remojo.
Así en una erótica danza
Nos extendíamos en las plumas
De tu cama; el viento traía y
Llevaba nuestros gemidos.

Soñé que ese sensible órgano divulgador
Del deseo, lamía las gotas de sudor
Que brotaban de mi cuerpo.
Sentí que te detenías en la curva
De mis senos y te deslizabas al
Valle convulso de mis muslos
Así te amé, me amaste en la clandestinidad
De nuestro encuentro.
¿Ahora entiendes porque no quiero
Despertar?

Muerte de Candelario Obeso

Una carrera brillante en el mundo de las letras santafereñas
Por Julio Añex

Uno de los tipos más distinguidos[1] de nuestra juventud inteligente fue sin duda Candelario Obeso, Nacido en condiciones de fortuna nada aparentes para hacer una carrera brillante en el mundo de las letras, supo vencer todo linaje de obstáculos con una valiente resignación de que hay pocos ejemplos, hasta llegó a ser estimado generalmente por la excelencia de su carácter y admirado por las ricas facultades de su inteligencia.
Obeso nació en Mompox el 12 de enero de 1849. Hizo allí sus primeros estudios al lado de su familia, que le amaba con idolatría; en 1866, después de un viaje penoso, por demás, llegó a esta capital y obtuvo una beca en el Colegio Militar, que fundó el general Mosquera; cerrado éste por virtud del golpe del 23 de mayo de 1867, pasó a la Universidad Nacional a continuar sus estudios.
Pintar la vida de estudiante de Obeso sería una labor difícil, casi imposible. Las condiciones de su carácter, siempre benévolo y festivo, y de su fresca y fecunda imaginación, hacían que su vida de escaseces y privaciones fuera menos amarga. No podía proporcionarse libros, y unas veces copiaba sus lecciones con sumo trabajo, y las más, aprendía la conferencia oyéndola a sus compañeros, ayudado de una poderosa memoria. Escaso de vestido, tomando una alimentación mala y mezquina, no faltó a sus clases ni se arredró con su tirante situación: nos refería después, que hubo días de no poder tomar sino una taza de chocolate.
Sus estudios favoritos eran los idiomas y la literatura patria; no por eso dejó de cursar con provecho las ciencias políticas. Permítasenos referir una anécdota relacionada con él, en los claustros.
Asistía Obeso a la clase de legislación que daba el doctor Ezquiel Rojas, y no había podido estudiar la lección del día. Tocole en turno recitarla, y Obeso resolvió no contestar una sola a las preguntas del profesor ni dar disculpas cualquiera al doctor Rojas. Indagado, éste le dijo:
-Señor Obeso, que se hace con una persona que es suficientemente mal educada para no contestar a los que le hablan?
-Doctor, contestó Obeso imperturbable, no he visto el caso.
Primero en hojas volantes o en periódicos de amigos suyos, y luego en esa preciosa colección que intituló “Lecturas para ti”, publicó artículos literarios y poesías en que se traslucía la profunda tristeza que lo dominaba y el fuego de algún intenso amor que no pudo morir en su corazón. “Sotto voce”, es sin duda una de sus mejores composiciones, es su historia íntima, y allí se revela el profundo dolor de “una alma herida”: es una queja lanzada al mundo, dulce como el ritmo de un ruiseñor; no pdemos menos que reproducirla aquí…
Obeso tenía la noble pasión del amor filial, y al recuerdo de su madre ausente le vimos muchas asomar lágrimas a sus ojos. Cuántas no habrá vertido la virtuosa anciana por el hijo de sus entrañas, sin que le quede el consuelo de haberlo visto morir entre sus brazos.
También dedicó a ella una de las más hermosas flores de su jardín poético, así como a sus amigos, a quienes tanto distinguía; entre las últimas, la mejor que conocemos es “El genio”, que dedicó a Diógenes A. Arrieta.
Pero lo que forma el adorno más bello de su corona de poeta es ese género exclusivamente suyo que se conoce con el título de “Cantos Populares de mi tierra”, escritos en el lenguaje rudo y deficiente del boga del Magdalena, e impregnados de esa dulce melancolía que respiran todos los cantos de nuestro malogrado amigo. Las más notables de esas producciones son “La canción del boga ausente”, “Los Palomos”, “Adiós mi morena” y “Ercantor der montará”.
Escribió además Obeso “La Familia Pigmalión” (novela), “Secundino el zapatero” (comedia) y su hermoso poema “Lucha de la vida”, en el que a las veces (sic) está retratado en escenas interesantes de su existencia.
Tradujo Obeso una “Táctica militar” y el “Otelo”, de Shakespeare, y publicó varios libro de enseñanza, como un “Robertson” francés, uno inglés y otro italiano, que fueron muy bien aceptados por nuestros hombres de letras y que sirven hoy de texto en nuestros principales planteles de educación: estos trabajos dan una idea clara de la perseverancia y laboriosidad de aquel ingenio colombiano, perdido en mala hora para la patria.
Obeso era casi completamente ajeno a la política. Sus convicciones eran firmes, pero no se apasionaba en la lucha diaria de los partidos, y se reía de los afanes de sus amigos que estaban mezclados en la contienda. Cuando él creyó que su causa peligraba fue a combatir a Garrapata, y en ese duelo a muerte, librado allí, peleó como un león; recibió el grado de Teniente Coronel de la República.
El 29 de junio último, arreglando una pistola, Obeso se hirió mortalmente, y tuvo el consuelo de ver alrededor de su lecho de sufrimientos a sus fieles y numerosos amigos. La ciencia agotó sus recursos, los cuidados de aquellos fueron inútiles, y le vimos expirar sereno y fuerte a las seis de la tarde del 3 de julio. Todo el mundo lamentó esa pérdida, y al día siguiente se vio cuanta era la estimación que había sabido captarse Candelario es esta sociedad. Las Cámara Legislativas se apresuraron a expresar su condolencia por la deplorable pérdida, en proposiciones honrosísimas que fueron aprobadas unánimemente.
El cadáver llevado hasta el cementerio a hombros de sus amigos, era acompañado por personas de todas las edades y condiciones: allí se dieron cita todos los gremios, para dar una prueba palpable de cuanto saben conquistar en una sociedad civilizada un elevado carácter, un talento bien cultivado y la práctica de notables cualidades…
[1] Nota publicada el día 7 de julio de 1883 en el Periódico Ilustrado de Santa Fe de Bogotá, No. 73, páginas 18 y 19- Reproducida en el Boletín Cultural y Bibliográfico - Volumen V No. 11 - Banco de la República, Bogotá, 1962, páginas 1456, 1457 y 1458