EL
CUARTO Y LA MUÑECA
A Édgar Cortés Uparela y Armando Vergara
Vergara
El cuarto
donde dormía la niña estaba al garete.
No parecía
un cuarto. Parecía más bien el trecho de un recodo, o el retazo de una feria. Estaba aquel espacio del
cuarto entre la sala y el comedor y entre el comedor y la cocina.
Era tal el desorden de los que llegaban a casa,
que entraban y salían de aquel espacio como entrar y salir de un sitio público.
Hasta escupían en el suelo. La
colchoneta donde dormía la niña con su madre iba de un lado a otro. Como
una canoa a la deriva. Porque ese espacio no tenía rincón, ni arista, y el
techo parecía tan distante del piso que se veía como la carpa de un circo.
La niña sentía dormir en la calle. A la intemperie. Sin cabecera ni pieceros.
Pues, si ella tuviera una muñeca no tendría un lugar donde sentarla. Sentía
este lugar como el comprendido entre una cuerda que se gira entre tres o cuatro
lápices.
A veces era un cuadrado, otra un trapecio.
Como el entre- patio de una gallera. El alero de un mercado de hicoteas y aves
marinas. La colchoneta no encontraba asidero.
Por eso la niña no sabía dónde dormía ni dónde
dormía la mamá.
Los que
entraban y salían de esta casa pasaban y tranqueaban la colchoneta. Acaso sin percibirla.
La niña se decía en su interior que
ninguno de ellos podría ser su papá.
Melissa y la niña se levantaban con celeridad
y trataban de enrollar la colchoneta, pero al liarla les quedaba como un cilindro sin tapa donde se deposita la basura.
Una mañana
entró Armando. Ella, la niña, se quedó mirándolo. O más bien escuchando, como
si fuera ciega. Porque ella no miraba de frente. Escuchó cuando le dijo a su
madre: Tú eres bonita, aunque estés pasada de peso. Debes arreglarte mejor.
A la niña
le llamaban la atención estas palabras y hasta pensó decirle a la amiga del
jardín que sí, que ella sí tenía papá y quién le regalara una muñeca.
Al
siguiente día volvió Armando. Armando el
que entraba con prudencia. La niña oyó cuando
le dijo a la madre, tómate medio vaso de agua, por la mañana, antes de
enjuagarte la boca.
Desde ese
día supuso que Armando podría ser su padre. Fue con la idea a ras de oídos a la
escuela, ya tenía papá y quién le regalara la muñeca. Se ilusionó más cuando
oyó decir que se aproximaba Navidad. Entonces pensó que en Navidad es cuando
nace el niño Dios y les regalan juguetes a los niños.
En
realidad, Armando pensó en el regalo de la muñeca. Pero advirtió que la niña no
tendría dónde sentarla ni dónde vestirla. Vio que el cuarto estaba dividido por un cartón hacia la sala y un retazo de sábana hacia
la cocina. La colchoneta giraba como una alfombra voladora buscando un ángulo.
Se le vino la idea. La idea loca: se podría encargar de las dos. La niña y la madre. ¿Pero… su Ceci? ¿Diego y Paola? Al
respirar dedujo: ¿Y la posibilidad de un amigo suyo? Pensó en la muñeca. Lo
desveló la muñeca. En una tabla para la
muñeca en la cabecera de la colchoneta. Después del vaso de agua, dos
granadillas, o unas uvas. No olvides peinarte cuando te levantes. La recomendación
para Melissa, la madre de la niña.
Cuando
sentían sueño, se miraban las dos. Como si quisieran acostarse ya. La gente
levantaba el cartón, pasaban y apartaban la sábana y seguían y regresaban como
si salieran de una sala de cine de barrio.
La niña,
aquella mañana en el jardín, le dijo a la amiga que tanto la hostigaba por no
tener muñeca ni papá: ya tengo papá y en Navidad me va a traer la muñeca. La
amiga la miró con recelo y sin darle importancia le respondió haciendo puchero. Ni se sabe, en Navidad a mí me cambian la bici
por una nueva. Abandonaron las hojas donde
rellenaban el dibujo de una manzana. Y
salieron al patio hacia el trapecio y el columpio.
Armando
había llegado donde Melissa con otra recomendación: No se te olvide, descalza ni a la
puerta de la calle. Recordó que el cuarto no tenía puerta, ni quicio. Y que
bastaba empujar parte del cartón para entrar. Levantar la sábana para pasar a
la cocina. Entonces le preguntó por la niña. Ya está por llegar, dijo Melissa. ¿Te
tomaste el té chino?, le preguntó. Esta noche debes empezarlo, te lo traje para
que lo tomes.
Armando
pensó entonces en la muñeca. Es lo de menos, se dijo. Primero sería armar el
cuarto. Que tenga paredes y rincones y que el techo esté al alcance de la vista
y que haya un chifonier y una luna y una mesa de noche. Que no sea una
colchoneta sino un colchón.
La tarde, cuando le preguntó por el té chino
delante de la niña, la niña se reanimó. No
estaba equivocada. Él podría ser su papá.
Le caía mejor lo de papá que lo de tío
Armando. La mirarían ahora de otra manera en el jardín. Su amiga no le haría
tantos desplantes. Pero… ¿Cuándo llegaría Navidad?…
Las dos
estaban paradas como buscando una pared para apoyarse. En el centro. Bostezando.
Huérfanas. Sin voz, ni voces. Ahora pisaban con las plantas descalzas de sus
pies sin dejar huellas. Sin horadar la espuma. Sin plantillas. Madre e hija.
Armando volvió al espacio del cuarto. Al
vaivén de la colchoneta. A la mirada sesgada de la niña. A lo que sus ojos no
le decían y le decían. Tal vez podría
ser el marido de Melissa y el padre de la niña. De nuevo, Ceci,
su mujer. Diego y Paola, sus dos frutos.
Anduvo entretenido en ese cartón que se
levantaba al pasar de la sala al comedor. Ese piso removido. El piso prestado
de Melissa. La sábana que se levantaba
al pasar de esa parte del comedor a la cocina. Luego el patio. La mesa del
dominó. La risa de los visitantes.
Encontró a Melissa que había acatado algunas recomendaciones. Ya no estaba descalza. La
blusa, manga tres cuartos, le lucia bien. La portaba bien. El pantalón ajustado, tallado en la cintura. El
cabello recogido como si se lo apretara un turbante. El olor de ella: una
loción que alborota. Que atrae. Que convida.
Luego, el leve crujido de las sandalias al pisar el
quicio.
Pero el
quicio no existía, pues no existía dintel. El cuarto no existía, no había
rincón. Por eso no sabía dónde dormía la niña. Dónde conciliaba el sueño. Dónde
se desvelaba la muñeca. De dónde se levantaban las dos para ir al jardín. Ahora
que sabía que esa amiga la acosaba porque no tenía papá. Si no tenía papá,
menos podría tener muñeca.
Dos veces
en el salón de ajedrez, Armando estuvo armando el rompecabezas de la niña y la
muñeca. El corpiño de Melissa. La arista
que descansaría en el piso…
Aunque,
ella, Melissa, ser sin plaza, sólo tallaba la falda en su cintura en busca de
algo que hacer.
A la
niña le vino el sueño. Soñaba. O en su desvelo, casi despierta,
aparecía en Navidad. En una iluminada sala. De muebles de cretona. Arrullando en
sus brazos a la criatura que en su
almohada había despertado. Con un biberón que le acercaba a los rosados labios.
Al despertarse era ella la que sorbía el biberón en sus resecos labios.
Un día
Armando presintió que había encontrado
la solución al cuarto. A la niña. A la muñeca y a Melissa. Le bastaron dos
cervezas morenas con Francís, para decirle, te voy a presentar a Melissa.
Te voy a llevar al cuarto de Melissa. Y se presentó con él y le dijo: Melissa,
él es Francís. Francís, tomando a la niña
en sus brazos, le dijo, desde hoy vas a tener papá.
Más tarde,
este amigo, Francís, apareció con el ebanista que, en buena madera, probable, cedro
o trébol, roble o pino, levantó cuatro paredes. Cielo raso. El espacio apropiado para un chifonier. Una cama.
Sobre la cama un colchón. Dos mesas de noche. La pequeña mesa y la silla para
que la niña ahora hiciera tareas. A las cuatro paredes, ahora
la cama y el colchón. El
chifonier y una luna.
Y ahora,
Francís, levantando en sus brazos a la niña y exigiéndole que lo mirara a los
ojos, mientras él también la miraba a sus ojos. Como si le dijera, dile a tu
amiga del jardín que pase, que pase ya, que ya tienes papá, que yo soy tu papá.
Que en esta Navidad te aparecerá, en la almohada, la muñeca.
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